El fantastique británico ajeno a la Hammer (I. La Amicus)
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Hay un dato asaz revelador respecto a lo que el uno de noviembre significa para mí: leí mi primer cuento de miedo en 1976 y éste no era otro que El monte de las ánimas (1861), la célebre leyenda de Bécquer ambientada en la noche de los difuntos. Es decir, la que se va entre el uno y el dos de noviembre, que no la anterior, la del 31 de octubre, conocida, merced a la estulticia de nuestro tiempo, como la noche de Halloween.
Naturalmente, a medida que fui avanzando en mi experiencia como lector, las rimas del sevillano se me antojaron una cursilada de marca mayor: qué decir del regreso de las golondrinas cuando se descubre Una carroña, el poema veintinueve de la edición de 1861 de Las flores del mal de Baudelaire. Hasta que supe de la alta estima en que tenía a Bécquer otro poeta sevillano, mi dilecto Luis Cernuda, no volví a conceder a su lírica ese respeto que se merece y, a menudo se le niega, más que por su simpleza por su popularidad. Lo simple puede ser genial; lo popular, abominable.
Ahora bien, las leyendas del poeta, como toda la narrativa romántica, son gótica pura. Dejemos para otro momento si quien nos ocupa fue romántico o posromántico, como sostienen algunos de sus estudiosos. Lo cierto es que sus leyendas fueron mis primeros cuentos de miedo. Si tuviera que destacar una entre todas ellas, ésa sería El monte de las ánimas. Dicho lo cual, y sabiendo como sabrá el lector de esta bitácora de mi interés por las ficciones tenebrosas, excuso decir la opinión que me merece a mí una bufonada como esas celebraciones de la noche de Halloween a las que venimos asistiendo en los últimos años.
Acaso sea ese cine de terror que ofrece la cartelera, la televisión y las plataformas digitales lo más próximo a esa exaltación del espanto que originalmente inspiraban las celebraciones en torno a las dos primeras noches de noviembre. En cualquier caso, la oferta de este último año no me ha interesado en lo más mínimo. Sin embargo, la decepción consiguiente ha encendido mi avidez de cuentos de miedo y he vuelto a ver un título de la Amicus, La mansión de los crímenes (Peter Duffell, 1977).
Digna rival de mi queridísima Hammer Films en la edad dorada del fantastique británico, no ha sido baladí mi regreso a ella este último Halloween. Ya hacía tiempo que quería dedicar unas líneas entusiastas a este estudio, fundado en el Reino Unido por dos estadounidenses amantes del gótico británico, amigos del miedo -Milton Subotsky y Max J. Rosenberg-, cuya actividad se prolongó entre 1962, cuando dio comienzo con It's Trad, Dad! -una comedia musical de Richard Lester- y 1980, año en que Roy Ward Baker puso fin a las cintas de miedo del estudio al ridiculizarlas en El club de los monstruos. Como es sabido, los géneros se acaban cuando sus cultivadores empiezan a tomárselos a broma. La Universal finiquita su cine de terror clásico cuando pone en marcha Abbott y Costello contra los fantasmas (Charles Barton, 1948), su primera parodia. El spanish noir hace otro tanto en Atraco a las tres (José María Forqué, 1962). Por no hablar de cómo la trilogía de comedias de Trinidad -Le llamaban Trinidad (1970). Le seguían llamando Trinidad (1971), Y después le llamaron el magnífico (1972)- de Enzo Barboni, vino a concluir el spaghetti western.
Pero antes de tocar a su fin, entre It's Trad, Dad! y El club de los monstruos, la Amicus dejó una veintena larga de cintas que integran el capítulo que sucede al dedicado a la Hammer en la historia del fantastique británico. Habrá que recordar títulos como El psicópata (Freddie Francis, 1966), sobre un libreto de Robert Bloch que versa sobre cuatro asesinatos unidos por una inquietante muñeca; El jardín de la tortura, también de Francis y con guión de Bloch, cuenta las predicciones que hace el Doctor diablo a quienes visitan la barraca que tiene en una feria en la que exhibe diversos instrumentos para el suplicio; o Refugio macabro (Roy Ward Baker, 1972) sobre las distintas circunstancias que llevaron a varios tipos a un manicomio del que nunca se sale.
Ciertamente, la Amicus fue a la zaga de la Hammer a lo largo de toda su historia, pero en su encomiable intento de competir con ella, marcó un par de diferencias. Sus películas siempre estaban ambientadas en la contemporaneidad de sus rodajes, que no en esa imprecisa Europa central, más o menos pretérita, que fuera el escenario por excelencia de los Hammer's Horrors.
Excepción a esta regla de la Amicus fueron El monstruo (Stephen Weeks, 1971), una adaptación de El doctor Jekyll y Mr. Hyde, y tres de las cuatro últimas producciones de la casa. Dos de estas cintas postreras La tierra olvidada por el tiempo (1975) y su secuela, Viaje al mundo perdido (1977), constituyeron un díptico de Kevin Connor que puede entenderse como una variación del tema de El mundo perdido, la clásica novela de ciencia ficción publicada por Arthur Conan Doyle en 1912. Y algo de ese regreso al mundo prehistórico desde los albores del siglo XX -o las postrimerías de la centuria decimonónica- que nos propone Doyle, también se encuentra En el corazón de la tierra (1976). Eso sí, esta vez trufado por El viaje al centro de la tierra (1864), de mi queridísimo Julio Verne.
Con tales referencias, sin contar con el excelente ciclo prehistórico de la Hammer -Hace un millón de años (Don Chaffey, 1966), Mujeres prehistóricas (Michael Carreras, 1967), Criaturas olvidadas del mundo (Don Chaffey, 1971), el listón quedó muy alto para Connor, también realizador de esa otra cinta prehistórica de la Amicus que fue En el corazón de la tierra. Las novelas originales aludidas en su propuesta ya habían sido adaptadas al cine en filmes de la talla de El mundo perdido (Harry O. Hoyt, 1925) y Viaje al centro de la tierra (Henry Levin, 1959), una de las mejores adaptaciones de Verne. Total, que En el corazón de la tierra es una película mala sin paliativos. No consiguen salvarla ni el siempre impecable Peter Cushing -su protagonista junto a Doug McClure- ni la sugerente Caroline Munro, hammerette, chica Bond y una de las grandes musas del fantastique.
En efecto, la Amicus fue competir con la Hammer contratando a sus actores y a sus técnicos más destacados. No solo Cushing y la bella Caroline, también realizadores como Freddie Francis y Roy Ward Baker, dos de los más dotados del estudio fundado por Michael Carreras que tanto quiso a las criaturas de la noche, trabajaron con la misma asiduidad para su competencia directa. Sí que marcaron distancias en los guiones. La Amicus contó con varios libretos del ya citado Robert Bloch. No hará falta subrayar que el gran Robert fue uno de los acólitos y corresponsales de H. P. Lovecraft, amén de autor de la novela original que Joseph Stefano adaptó en Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960). La maldición de la calavera (Freddie Francis, 1965), sobre las tribulaciones del profesor Christopher Maitland tras hacerse con la calavera del marqués de Sade, fue el primer argumento que Bloch escribió para la Amicus. Su colaboración se habría de prolongar en cintas tan memorables como las ya citadas anteriormente.
Esa segunda diferencia que la empresa de Milton Subotsky y Max J. Rosenberg marcó con la Hammer fue la organización de sus cintas en varios episodios. Fue aquella una práctica frecuente en la pantalla europea de los años 60, que en Italia dio películas tan sobresalientes como Boccaccio '70 (Vittorio De Sica, Federico Fellini, Mario Monicelli y Luchino Visconti, 1962) y en Francia otras de la altura de París visto por... (Claude Chabrol, Jean Douchet, Jean-Luc Godard, Jean-Daniel Pollet, Éric Rohmer y Jean Rouch, 1965), en el Reino Unido encontró su máxima expresión en las producciones de la Amicus. Sostienen algunos comentaristas que esta tendencia obedecía a un deseo de reunir en una misma película a un mayor número de estrellas. Una, como poco, por cada fragmento. Sin entrar en consideraciones a este respecto, prefiero pensar que la Amicus obedeció a este esquema siguiendo una tradición iniciada por otro gran estudio inglés, curiosamente tan alejado del fantastique como la Ealing. Sí señor, la casa que produjo comedias como Ocho sentencias de muerte (Robert Hamer, 1949), Pasaporte para Pimlico (Henry Cornelius, 1949) o El quinteto de la muerte (Alexander Mackendrick, 1955), previamente había estrenado uno de los grandes filmes de la historia del cine de miedo: Al morir la noche (Alberto Cavalcanti, Charles Crichton, Basil Dearden y Robert Hamer, 1945).
Quiero creer que esta obra maestra de la Ealing fue el modelo de los episodios de la Amicus. Los distintos fragmentos siempre tenían un nexo común, a menudo representado por un ser maligno, un enviado de las tinieblas que mostraba a cada uno de los protagonistas el destino que le aguardaba por alguna culpa de su pasado. Así, en Cuentos de ultratumba (Kevin Connor, 1974), un anticuario incorporado por Cushing, vende a cada uno de sus clientes un objeto que les hará evocar la falta cometida y les revelará el destino que les aguarda.
Los protagonistas de Doctor terror (Freddie Francis, 1965), primera cinta en sketch de la Amicus, viajan en el mismo compartimiento de un tren cuando se acomoda entre ellos el doctor Schreck (Cushing). El recién llegado, mediante el tarot, irá desvelando a cada uno de los viajeros su espeluznante destino.
En Condenados de ultratumba (Freddie Francis, 1972), otra de las películas episódicas de la Amicus más celebradas, el emisario de los infiernos es un guía interpretado por Ralph Richardson. Tras conducir a un grupo de turistas a una cripta de un supuesto valor arqueológico, hace ver a cada uno de ellos -en cada una de las historias que integran el filme- porqué nunca podrán salir de aquel sepulcro.
Lo bueno, si es breve, dos veces mejor. No hay duda, la Amicus supo ver que la medida exacta de una narración de miedo es el cuento, antes que la novela. El cuento, como las leyendas de Bécquer. Más aún, algunas de las grandes novelas góticas -El monje (Mathew G. Lewis, 1796), Melmoth el errabundo (Charles Maturin, 1820)- son una clara sucesión de cuentos.
De ahí que el estudio fundado por Milton Subotsky y Max J. Rosenberg organizase sus mejores filmes en episodios. Tan comedida como era el género con anterioridad a que el gore y el slasher se enseñoreasen de él, los cuentos de la Amicus preferían la sutileza a la casquería. Los protagonistas de sus sketchs expiraban su culpa mediante objetos tan inquietantes como la banda azul que Beatriz, la protagonista de Bécquer, perdió en el Monte de las ánimas y supuestamente le es devuelta por el espectro de Alonso, quien entregó el alma devorado por los lobos cuando ella le obligó a ir a recoger la prenda en la noche de los difuntos.
(continúa en el asiento el 8 de enero de 2020)
Publicado el 12 de noviembre de 2019 a las 19:00.